lunes, 24 de junio de 2013

CUANDO EL SONIDO TRUENA

Artículo originalmente publicado en el Nº2 de En la Isla (revista digital de arte y literatura).

Todos los sonidos eran internos. No podía hablar, mirar, apenas podía moverse y cualquier expresión de su rostro estaba censurada por más de cinco mil puntos de sutura. No podía comunicar nada, salvo el silencio. En el interior de su cuerpo, el sufrimiento era incluso peor que el de su rostro, estático e inservible. Respiraba sólo con un pulmón, ya que el otro estaba colapsado. Nunca más volvería a servirle para nada. El corazón estaba débil. Le perseguiría una fragilidad constante, de por vida. A pesar de ello, el corazón continuaba bombeando sangre con esfuerzo, a la vez que el pulmón restante trataba de gestionar el aire. El ojo derecho, por el contrario, ya no le servía para nada. Sus únicos esfuerzos, en ese estado constante de letargo, le impulsaban a levantarse de la cama para quedar sentado en una de las esquinas, agarrar una guitarra y tocar acordes de Blues. Cada nota, cada acorde, cada grito del tubo metálico deslizándose por las cuerdas sonaban para él como un mantra, un eco constante que se repetía sin cesar en el aire y en su mente. Era su único medio de expresión. Era entonces, cuando hacía sonar la música, cuando el silencio pasaba a ser sonido, y ese sonido, el único que podía expresar mientras su rostro estaba cosido, tronaba tanto como su interior. Era en esos momentos cuando podía expresar algo, y la expresión tomó forma de sonido de Blues.

John Campbell
tenía 17 años cuando pasaba los días tumbado en la cama y sólo podía expresarse haciendo sonar su guitarra. Ya era un chico prometedor como músico antes de su accidente, pero su pasión por la velocidad era tan peligrosa para su cuerpo como la honestidad de la música que tocaba para el alma. El coche chocó contra un árbol a gran velocidad, John salió despedido tras romper el cristal, se golpeó contra el árbol y volvió a caer en el coche. Necesitó más de mil puntos de sutura en el rostro. El ojo derecho y uno de los pulmones los perdió para siempre. El corazón se pararía en cualquier momento, como aseguraron los médicos.

Los médicos no pudieron explicarse por qué no había muerto. El pronóstico para la convalecencia estaba claro: silencio. John no podría mover el rostro en largos meses, y apenas podría realizar cualquier tipo de esfuerzo físico. Sin moverse, sin poder hablar ni gesticular, John sólo tenía el sonido de su guitarra. Aún así, era un joven afortunado. El chico de Louisiana vivía un infierno, pero hasta los infiernos pueden ser fructíferos. John aprendió cómo comunicarlo todo a través de un sonido sin palabras. Un sonido reverberado y latente, como el de su guitarra metálica. Era afortunado, pues poseía una guitarra. Con el tiempo, conseguiría una National Steel del año 34 que había pertenecido al mismísimo Lightnin'Hopkins. Su infierno fue un periodo de transformación. Mientras en su rostro y en su voz todo era silencio, aprendió a hablar de una manera diferente, profunda y verdadera. Ya no tenía máscaras, pues ni su propio rostro podía crear una con sus gestos. Sólo estaba él y la música que comenzó a hacer sonar.

Estudió a los clásicos del Blues día y noche. Años después, su rostro estaba curado, aunque las cicatrices serían un estigma perpetuo, que le recordarían frente a cada espejo por qué estaba allí y qué debía hacer. Su vida estaba destinada al reposo, pero John Campbell debía comunicar lo que había aprendido. Comenzó entonces un camino de peregrinaje y fue un nómada moderno. Cada día paraba en una ciudad distinta. Allí, en cualquier bar, sala de billar o gasolinera, tocaba música Blues. Preguntaba: ¿os gustaría oír algo de música?; y comenzaba a hacerlo sin que existieran condiciones. Si el dinero voluntario era suficiente para pagar una noche de hostal, dormía. Si apenas era suficiente para comprar el ticket del autobús, dormía allí camino a otro destino. Dicen que un día vendió un litro de su propia sangre para comprar cuerdas para su guitarra.

Lo que John Campbell decía, con su guitarra de sonido casi esotérico y su voz grave, profunda y dolorida, iba más allá que los mensajes clásicos del folclor o de la música popular. Era el sonido de la victoria, una victoria melancólica sobre una muerte que le permitió vivir a cambio de su ojo, su pulmón y su rostro, pero dándole a su vez el don de decir la verdad a través del sonido. No existían máscaras, ni artificios ni extravagancias. Sólo la verdad.

Al igual que en la leyenda de Robert Johnson, el músico que vendió su alma al diablo en un cruce de caminos para ser a cambio el mejor guitarrista de Blues del mundo, John grabó en unos pocos días su música a petición expresa de un productor, en Tyler y en Austin, ambas ciudades de Texas. En estas grabaciones emula a Robert Johnson y a otros clásicos. Continuó siendo un nómada. Se casó, tuvo una hija, pero se divorció a los dos años. En 1988 es convencido para grabar "A man and his blues", su primer disco de larga duración. En este disco sonaba su guitarra, su voz, y la compañía de Ronnie Earl. Acostumbraba a tocar en locales de Louisiana, pero fue conocido por sus continuos viajes. Comenzó a tocar en festivales de Blues y como telonero de varios músicos de renombre. La discográfica Elektra, atraída por su leyenda, le contrata para grabar sus dos trabajos más antológicos: One Believer, de 1991, y Howlin Mercy, de 1993. En estos discos John se acompañó de una banda eléctrica y mostró su propia música, un Blues oscuro, tétrico, tan perturbador como honesto y profundo. John Campbell no tenía máscaras y los espejos no podían reflejarle. El propio brillo de su reflejo y su sonido quebraba cualquier vidrio. Era un hombre descubierto, y no existía en él artificio alguno. Era libre, y hacía sonar el Blues desde la alegría de haber experimentado el dolor y de haber continuado con vida. Volvió a casarse y tuvo una hija más. Giró por toda Europa, y la leyenda era ya reconocida. No hizo nada para ser conocido, salvo decir la verdad. Fueron los demás, los aficionados, los músicos y los productores, los que se acercaron a él, conscientes de estar ante una leyenda.

John Campbell murió en su casa de New York el 13 de junio de 1993 a la edad de 41 años, de un ataque al corazón mientras dormía. El mismo corazón que debió pararse 25 años antes. El mismo corazón frágil que resistió para ver nacer un sonido honesto y puro. El sonido de una nueva leyenda.


John Campbell
Discografía

1975- Street Suite (Sync Records)
1988- A man and his blues (Cross Cut Records)
1991- One Believer (Elektra)
1993- Howlin Mercy (Elektra)
2000- Tyler, Texas Sessions (Sphere Sound Records)

Rubén Camacho Zumaquero

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