sábado, 27 de agosto de 2011

Porque tienen miedo




Tenía nueve años, justo como Frank, cuando viví por primera vez la experiencia de que me arrebataran algo. Me lo arrebataron porque yo era un niño peligroso, indómito, que debía ser vigilado. Ella tenía siete años, aunque estaba a punto de cumplir ocho. A pesar de pasar las horas de la mañana en distintos cursos, coincidíamos en el autobús escolar y en el patio donde jugábamos por las tardes. Vivía apenas dos pisos encima del mío. Nunca hablamos de lo que éramos. No le dábamos importancia. Sólo pasábamos juntos los recreos, nos sentábamos juntos en el autobús, comíamos pipas juntos y hablábamos en el patio por las tardes. Con los niños, jugaba. Con ella, hablaba. También nos besábamos, aunque a escondidas. No lo hacíamos a escondidas por miedo, sino porque nos resultaba más cómodo vivir la experiencia con la reserva de sentirte a solas. Ella nunca opuso resistencia. Nos gustaba. Nunca hablamos sobre ello, porque no sentimos que una relación natural, viva y pura, tuviera que estar limitada por conceptos, ideas o juicios. Tampoco por miedo, porque nosotros no sentíamos ningún miedo. Por mi parte, ni siquiera sentía miedo por ser descubierto. Y así fue cómo, en un recreo, la profesora tutora de su curso la agarró del brazo para llevársela lejos de mi lado. Nunca más volví a hablar con ella. Por las tardes, su madre tampoco la dejaba acercarse a mí. ¿El motivo? La besé en la boca en público, pero en esa ocasión, quise introducir la lengua en su boca. No recuerdo si lo había visto en alguna película, pero juraría que no fue así. Me pareció, según mis vagos recuerdos, que debía de ser una idea muy agradable y tierna. Una manera, si acaso, de estar más cerca de un ser que me hacía sentir amor y ternura. Un amor desapegado, sin exigencias ni expectativas. Un amor de niño, si acaso más puro. Todavía recuerdo el rostro de esa profesora apartándola de mí. Me miró como si fuera un monstruo.

Ya no tengo miedo, a pesar de los miles de dedos acusadores. Espero que Frank no lo tenga nunca. Este niño, que protagoniza estos maravillosos minutos del documental "De amor se vive", de Silvano Agostini, es un niño que aún no ha sido dominado por el miedo. Estoy convencido de que ya ha sentido esa emoción muchas veces, pero está bajo su control, la conoce, la reconoce, y sabe de lo que se trata. Por eso, porque no tiene miedo, vive, experimenta, y también perturba.

Yo nunca pude pronunciar las palabras de ese niño, aunque recuerdo que las pensaba exactamente igual. La diferencia, quizá estribe en que a mí me inculcaron el miedo a lo prohibido, a la norma, al límite, a las consecuencias, por mucho que mi lengua luchara contra todo ello. Años más tarde, luchaba otra parte de mi anatomía. Hoy día, lucha todo mi cuerpo. Porque vivir la vida y el amor a través del sexo es lo más hermoso que puede ocurrir. Porque siendo amantes, se ama. Y el mejor hecho de amor es el que ocurre con ternura. Y esto, sólo ocurre sin miedo.

El resto del vídeo es igualmente perturbador. Muchos podrán pensar que en los ojos de Frank ya no hay ternura, ni inocencia. Una inocencia también arrebatada por sus experiencias. Si esto ocurre, es porque esas personas tienen su propia medida de la ternura y la inocencia, y no pueden comprender el mundo de este niño. Frank está repleto de ternura. Seguro que nadie besó y tocó a aquella niña con la ternura de Frank. Es precisamente la ausencia de ternura y la imposición del miedo, la que hace que hoy día el sexo, en la inmensa mayoría de los hombres, sea un juego violento de dominancia, absurdo y detestable; como también es absurdo, pero comprensible, tanto el miedo que sienten muchas mujeres como su incapacidad para experimentar ternura, refugiándose en la víscera, la única parte de nuestro espíritu que no se relaciona directamente con el miedo.

Frank sí es tierno e inocente. Porque todo lo hace a través de la inocencia. Y nosotros, más viejos, estamos en su conquista, porque nos la arrebataron. Frank es inocente porque todo lo experimenta con inocencia. Es la misma inocencia que uno descubre de nuevo cuando no tiene miedo, y un cuerpo ajeno es, entonces, una experiencia, nueva, tierna y hermosa. Es la misma inocencia con la que habla de besarse y tocarse.

Ojalá no se la quiten nunca. Y ojalá la recuperemos todos.

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