Yo nunca me deprimo. Parece que estoy dotado de un sistema emocional y un cerebro inmune al derrumbe, a la dependencia, a necesitar. Fuerte por fuera (o quizá no tanto) y una roca de infinito poder volitivo por dentro. Lo que nadie comprende, es que esa roca también duele. Llevar una roca dentro es también doloroso. Es muy pesado.
Recapacité entonces y comprobé que mi ciclo es de 59 días. Durante 59 días, soy inmensamente feliz y contagio mi felicidad a quien está a mi lado. Actúo con libertad y el camino del desaliento no existe. Hasta que se cumplen 59 días.
Entonces, en ese día, llega la nostalgia. Llega la preocupación intensa del Quirón herido. En ese día, que a veces son dos, toda mi rutina cambia. No me compadezco ni abandono, sino que me castigo. Mis herramientas son de adicción y placer: fumo apasionadamente y un cigarrillo tras otro (cuando en mis 59 días, no fumo nunca), bebo alcohol, busco contacto social impulsivamente, converso sin descanso, y me acuesto con mujeres que realmente no me gustan. Vivo una destrucción intensa hasta que, siempre en la compañía de algún hermano de camino, me derrumbo y duermo tras varios días sin hacerlo.
A la mañana siguiente despierto y comienza de nuevo la cuenta de 59 días. Me vacuno fiel y destructivamente y continúo.
En las horas de esos días, en cada cigarrillo cancerígeno, en cada impulso, en cada acto destructivo, estoy, tristemente, amando.
Supongo que, quien llora o se deprime, no vive esos días y no está vacunado contra la destrucción que yo, en dos días intensos, vivo hasta enfermar y caer. La decadencia y el renacimiento.
Día 1.
- Eres, y estás,
en los besos que voy dando
(mentirosos que buscan verdad);
en la caricia, la saliva desconocida que intercambio,
las miradas castañas, los caminares lejanos,
en lo ebrio cuando bebo, y en el tabaco cuando fumo.
En cada impulso mío.
("Eres y estás", De raíz rebrotada, 2010)
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